Hace un tiempo me pidieron un texto sobre Barcelona para el especial de eldiario.es sobre elecciones municipales. (La revista se puede conseguir en la misma página.)


La imagen que quedó es la de una oficina por la que ha pasado un vendaval: ordenadores por el suelo, papeles revueltos, la tierra de las macetas en la moqueta, una piel de plátano en la silla.

El relato de los medios fue el de un “asalto” o “ataque” a una oficina de servicios sociales de Ciutat Meridiana, Torre Baró y Vallbona– tres de los barrios más pobres de Barcelona–. Ocurrió a finales de octubre del año pasado. Entre la imagen y el relato mediático, lo que sucedió siempre es algo más profundo y difícil de explicar que un grupo de vecinos enfurecidos a los que la protesta se les va de las manos.

Hay sucesos inmediatamente anteriores: ese mismo grupo venía de parar con sus cuerpos dos desahucios. Las comisiones judiciales con varias ejecuciones en un mismo día forman parte del paisaje en Ciutat Meridiana, pero no por repetida la escena resulta menos dolorosa. Aunque no hay cifras oficiales –de casi nada– los vecinos hablan de una de cada cinco viviendas en proceso de desalojo y un goteo imparable de gente que se marcha del barrio. Eso los que tienen un sitio a donde ir, los otros, muchas veces ocupan las que han quedado vacías. Una solución temporal y precaria para los que van perdiendo el control de su tiempo y de su vida. Ser pobre es no poder decidir nunca más dónde se vive, ni cómo.

Unos días antes de estos hechos, los vecinos habían intentado explicarle como es vivir así a la concejal de distrito Irma Rognoni en una audiencia pública. Eva, Kofi, Raúl, Helen y otros. Retrato robot del residente del barrio: inmigrante nuevo o viejo, nacional o extranjero en paro, con problemas de vivienda, sin trabajo o colgando del alambre, habitante de la frontera social en esa Barcelona a la que no llegan los turistas.

Eva, Kofi, Raúl, Helen contaron qué supone tener 55 años y haber perdido el trabajo y saber que ya nunca más tendrás; o tener la inmensa suerte de trabajar y aún así no poder pagar el agua o la luz y la ayuda de servicios sociales que no llega o llega a destiempo, o llega parapetada en una montaña de requisitos burocráticos que quizás nunca se consiga escalar. Explicaron qué pasa cuando te dan garbanzos como ayuda alimentaria de emergencia pero te han cortado el gas necesario para cocinarlos o te niegan la ayuda porque no te renovaron los papeles cuando perdiste el trabajo y luego la casa y te “sugieren” amablemente que es tiempo de volver a casa con tus cuatro hijos en este barrio donde el 40% son inmigrantes extracomunitarios, con más del doble de paro que el resto de la ciudad, la tasa de universitarios más baja, y algo que llamamos malnutrición infantil pero que en realidad es hambre. Hay hambre en nuestras ciudades.

En esa audiencia pública, donde los vecinos hablan a las autoridades el lenguaje de las dificultades cotidianas que tienen nombre –Laura, Kofi, Raúl, Helen y sus familias– confrontadas con el idioma de las políticas públicas cuando son enunciadas como proyecciones. Una audiencia donde se escucha que los servicios sociales tienen recursos suficientes y que las becas comedor son ilimitadas aunque Laura sabe y dice que se la han negado dos veces. –Oiga le pido que me mire a la cara cuando le hablo– dijo un vecino en una de estas audiencias a la concejala que jugueteaba con su móvil. Y cada una de estas reuniones es un choque de realidades. Al final de esta, varios vecinos la abandonaron llorando. Esto sucedió unos días antes del “ataque” o “asalto” –peligroso y bárbaro o perpetrado por peligrosos bárbaros– a la oficina pública.

Ha sido demasiado profundo el abismo excavado en estos años entre representantes y representados para que exista ya un lenguaje común. Hoy, entre ellos se encuentran los trabajadores de servicios sociales que tienen que contener la hemorragia social con una ayuda insuficiente y mal concebida.

El desborde

En el distrito de Nou Barris, donde se encuentra Ciutat Meridiana, más de mil personas reciben la renta mínima de inserción como único paracaídas para frenar la total indigencia. Son los nuevos pobres, aquellos que se creyeron clase media durante el boom inmobiliario, integrados a la sociedad opulenta vía cuotas hipotecarias y crédito abundante, y ahora fuera del sistema por culpa de las deudas que arrastrarán de por vida y un mercado laboral incapaz de integrarlos. Era una posición frágil que se desplomó junto con las burbujas especulativas. Hoy se encuentra en crisis toda la composición social que la metrópolis fordista había generado en su pasaje hacia el postfordismo. El aumento de la pobreza y la caída de la renta media son consecuencia directa de la destrucción de empleo, pero también de la ausencia de políticas redistributivas capaces de evitar que la gente se quede sin recursos.

En barrios como Ciutat Meridiana la pobreza se cronifica, hay gente que hace mucho que no toca dinero, sólo les queda lo que puedan conseguir a través de las redes de sostén comunitarias y de los servicios sociales. Más de diez mil personas pasan cada año por ellos, los propios trabajadores hablan de “desbordamiento” en sus comunicados, los vecinos, de colapso.

El discurso oficial es que no hay recursos, por eso los requisitos de acceso a las ayudas se endurecen. Hay colapso pero no hay recursos. Se han esfumado en los grandes circuitos financieros globales, están deslocalizados. No hay recursos ni en Barcelona ni en el resto del Estado para contener el desastre humano que está provocando la crisis, las consecuencias de cuatro millones de parados. Esta es la música de fondo de los recortes. La práctica totalidad de los presupuestos sociales, han quedado en niveles de hace más de una década cuando ya nos encontrábamos en la cola de los sistemas de bienestar europeos.

Caridad

Como explican la asociaciones de vecinos, las ayudas que ofrecen los servicios sociales son individuales y los protocolos disuasivos, poco transparentes y angustiantes para muchas familias: siempre falta un papel o está todo y aún así la ayuda no llega. A veces el acceso es arbitrario y depende más de la voluntad y el saber hacer de los profesionales que de un sistema claro. Hoy el trabajador social es un guardia urbano que dirige el tráfico de las migajas –en una ciudad caótica–: a este le mando a Cáritas a por comida, a este quizás le pueda enchufar unos días en una pensión, a esta le puedo conseguir un bono de transporte.
No hay políticas globales, políticas de alcance universal que permitirían que el profesional recabase la información y simplemente hiciese llegar la ayuda, lo que evitaría la arbitrariedad y el control. Porque el que va a pedir recursos parece siempre sospechoso, hay que vigilar que no abuse. Las políticas actuales están pensadas para reparar situaciones transitorias, para conseguir que la gente que ha quedado fuera del sistema una temporada pueda reconectar: encontrar trabajo y mantenerlo, superar algún problema personal.

Pero si estos parches sirvieron más o menos para la época de la burbuja ahora no van a funcionar. La pobreza ya no será más residual o cíclica –pensada desde la ideología liberal como reductos fallidos que desaparecerían a medida que se expandiese el libre mercado– ahora se encuentra ya inscrita en el devenir de las sociedades contemporáneas. No hay ni habrá trabajo para muchos de los habitantes de estas periferias metropolitanas y las opciones disponibles estarán marcadas por el signo de la precariedad y la temporalidad.

Plan de choque

Todas las iniciativas municipalistas de carácter ciudadano  están proponiendo un plan de emergencia social haciéndose eco de las demandas de las organizaciones sociales. Los ayuntamientos pueden ser el espacio de contención más cercano capaz de amortiguar los desahucios, de implementar medidas contra la pobreza energética y de generar propuestas de desarrollo local. Respecto al trabajo, no sería difícil ni costoso trasladar las externalizaciones y subcontratas de la gestión municipal a un régimen distinto de contratación que prime las cooperativas y estimule el trabajo comunitario, como proponen activistas como Ernesto Morales o Albert Recio, miembros de Barcelona En Comú.
Sin embargo, hay que asumir que el problema es estructural y que  desde lo municipal sólo se va a acolchar la pobreza. Medidas universales de distribución de la riqueza como la renta básica serán imprescindibles para generar tanto una salida a la propia crisis como políticas sociales a medida del nuevo régimen de acumulación.
No es agradable de ver la protesta que mete miedo a funcionarios y pasa por las oficinas como un vendaval, pero en Ciutat Meridiana y otros lugares similares de toda España cada vez hay más gente que se pregunta cuándo se va a lanzar la primera cerilla al líquido inflamable de nuestros barrios más depauperados. En distritos como Nou Barris lo que impide que todo se desmorone es la organización vecinal, las redes comunitarias todavía en pie. Pero hay un lenguaje áspero del conflicto que apenas conocemos todavía y que nos aguarda al final del descenso social de amplias capas sociales cuando abajo no hay una red suficiente para contenerlas.