
Este artículo fue publicado en dos partes en Ctxt.es en abril y mayo del 2021
Financiarización y el nuevo paradigma de “bienestar”
Sabemos que el discurso público sobre reforzar la familia es terreno conservador, de las extremas derechas y los fundamentalismos cristianos aunque, como se explica en este artículo, no es ajeno a las propuestas neoliberales. Hoy incluso es difícil encontrar críticas a la familia desde ámbitos de izquierda o desde el feminismo –que sí la puso en cuestión ampliamente durante los años 70–. Hay una especie de consenso generalizado de lo positiva que es esta institución y poco análisis sobre su papel como disciplinador social, de su responsabilidad en el sostenimiento del patriarcado o del propio sistema económico injusto en el que nos encontramos.
En el ámbito conservador se habla mucho de las amenazas que suponen para la vida familiar los estilos de vida no normativos, las personas LGTBI o el feminismo más impugnador. Quizás deberíamos explicar más a menudo cómo la familia supone una amenaza para las disidencias sexuales de los jóvenes, para aquellos que no encajan en los roles de género, para las que quieren experimentar otras vías de reciprocidad distintas a las familiares y para dar lugar a otras formas de vida capaces de estructurar comunidades de resistencia. En definitiva, para todos aquellos que quieren ampliar las posibilidades de vivir de otra manera.
Sostener el precio inflado de los activos inmobiliarios está destinado a frenar la crisis social o las posibles protestas ante el proceso de contención salarial y de estancamiento del Estado del Bienestar
Hoy, la refamiliarización que impulsa la extrema derecha tiene bases materiales muy claras en las condiciones que imponen las dificultades de acceso a la vivienda, el retroceso de los salarios y la retirada del Estado del bienestar. Todo ello vuelve a los jóvenes dependientes de los padres y también aumenta las posibilidades de control familiar. Así lo explica la socióloga Melinda Cooper respecto de Sydney, aunque su argumentación encaja perfectamente en otros lugares de Europa y Estados Unidos. Cooper dice que los movimientos minoritarios antinormativos y antifamiliares surgidos en los años 70 estuvieron relacionados con Estados del bienestar más generosos y precios de la vivienda más accesibles, que posibilitaba estas posibilidades de experimentación.
La cuestión de la vivienda es clave también en España, donde los precios han escalado en sucesivas ocasiones. La especialización de la economía española en el turismo, la captación de capital extranjero para sus mercados financieros e inmobiliarios y la amplia extensión social de la propiedad han derivado en un modelo económico, el español, tendente a las burbujas inmobiliarias. Esto tiene fuertes implicaciones para la forma en que nos organizamos socialmente. Una descripción de este modelo y sus consecuencias políticas puede encontrarse en el libro de Isidro López y Emmanuel Rodríguez, Fin de ciclo.
La gente ha comenzado a identificarse más como inversores y propietarios de activos que como trabajadores, con las consecuencias que eso tiene para la lucha política
Las bases históricas de este modelo vienen de lejos. La dictadura convirtió la vivienda en propiedad en central dentro de su política social, y también en un proyecto de estabilización política que tenía en las clases medias su eje de articulación. La democracia heredó esta política sin modificarla. De hecho, la extendió, al mismo tiempo que se adoptaban modelos parecidos como parte del impulso neoliberal en muchas urbes de Europa y Estados Unidos. En España, desde la incorporación a la Comunidad Europea en 1986, y a partir de la primera gran burbuja inmobiliaria (1986-1991), la propiedad inmobiliaria se ha convertido en un sustituto de la precaria asistencia social del sector público y una manera de compensar el continuo descenso de salarios. Esta propiedad posibilitaba el acceso al crédito y, a veces, a unas importantes plusvalías derivadas de la venta. En 1950, la mayoría de la población vivía de alquiler, mientras que en 1980 el 70 % de los hogares ya tenía su vivienda principal en propiedad. En 2007 –justo antes del estallido de la gran burbuja inmobiliaria– esta cifra era del 87 %, como señalan los autores de Fin de Ciclo.
A partir de la crisis de los 70, los salarios se contienen, mientras se privatiza lentamente la sanidad y la educación sufre todo tipo de recortes. Precisamente, estas dinámicas neoliberales se van a compensar socialmente mediante propiedades que no paran de subir y se va a apostar políticamente para que sea así. (Y, de forma más minoritaria, dando sustento a la apreciación de los activos en el mercado de valores). Es decir, esta política de sostener el precio inflado de los activos inmobiliarios está destinada a frenar la crisis social o las posibles protestas ante el proceso de contención salarial y de estancamiento del Estado del Bienestar. Es una suerte de contraprestación que se va a producir de forma parecida en muchos países.
Para describir la economía política de este proceso, Melinda Cooper –junto con Lisa Adkins y Martijn Konings– habla de que desde los años ochenta hemos entrado en una fase de “bienestar basado en activos” o lo que López y Rodríguez llaman una “sociedad de propietarios”. La estructura de clases ha pasado de estar basada en el empleo a estarlo en la propiedad de activos –financieros o inmobiliarios–. De esta manera, se puede tener una inseguridad laboral completa, con unos ingresos salariales estancados, sindicatos poco combativos, un gasto público en educación en franco deterioro…, pero cualquier propiedad que se posea va a producir dinero constantemente. De hecho, probablemente se gane con ella más dinero que con el propio trabajo.
En muchas de las capitales globales, la gente compara sus salarios y las rentas que se sacan o se podrían sacar de sus propiedades y se da cuenta de que su vivienda le proporciona mayores ganancias. La idea es que en lugar de depender de la inversión social por parte del Estado, la población debería apoyarse en sus activos privados como fuente principal de seguridad económica. La financiarización (también de la vivienda) se ha convertido en un sustituto del Estado del bienestar: una forma de frenar las consecuencias políticas del esfuerzo sostenido por los sucesivos gobiernos para frenar la inflación salarial.
La estrategia política consiste en convertir a los trabajadores en una especie de “inversores aspiracionales”. Estos van a estar más preocupados por el precio de su vivienda, los impuestos que tienen que pagar por vender o comprar, por la posibilidad de invertir o heredar propiedades que por sus propios salarios, sus condiciones laborales o la actividad sindical. Esta estrategia implica la implementación de todo tipo de exenciones fiscales, como la que hace que solo se tenga que tributar por el 40 % de las ganancias que se obtienen de alquilar una propiedad. De hecho, se pagan más impuestos por lo que se obtiene trabajando que por las rentas inmobiliarias. En consecuencia, la gente ha comenzado a identificarse más como inversores y propietarios de activos que como trabajadores, con las consecuencias que eso tiene para la lucha política.
Además hay implícita una garantía: de alguna manera los gobiernos harán todo lo posible por impedir que bajen los precios de las propiedades –algo que se tambaleó con la crisis del 2008 y que se trató de apuntalar con medidas como la reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos de Rajoy del 2013– como explica el activista Javier Gil. Los precios de la vivienda en la crisis bajaron relativamente, pero no de manera definitiva, porque no se dejó que se desplomasen. ¿Por qué cuesta tanto plantearse una tímida medida como podría ser regular alquileres o no se construye vivienda pública en España? Porque ese tipo de medidas harían peligrar las rentas inmobiliarias de la clase media que dejaría de ser clase media sin esas rentas, porque los salarios son bajos y los servicios públicos insuficientes. La economía es demasiado dependiente de este mercado inmobiliario inflado y todos los tipos de servicios que lo acompañan.
Consecuencias para otras posibilidades de vida
Desde mediados de los años ochenta, el precio de la vivienda ha crecido de forma espectacular en sucesivas oleadas (1985-1991; 1995-2007). También lo han hecho los alquileres. Y lo han hecho de forma mucho más rápida que el salario medio: tras el estallido de la burbuja inmobiliaria a un ritmo totalmente desaforado, más de un 50% desde el 2013.
En Madrid, si un joven –de entre 16 y 29 años– quiere vivir solo, tendría que dedicar el 105% de su sueldo para pagar un alquiler medio
Las consecuencias para los no propietarios son dramáticas. Para poder pagar una casa en las grandes ciudades españolas –e incluso en algunas que son simplemente turísticas– se tiene que trabajar muchas horas más, como dice Cooper. Desde luego, mucho más que hace dos o tres décadas. (También es verdad que las condiciones de estos trabajos han empeorado constantemente desde finales de los 70. Sin embargo, la necesidad de pagar las cuotas de la hipoteca o el alquiler hace que la gente tenga que aceptar casi cualquier trabajo.) Esto implica menos posibilidades de dedicarte al activismo, a crear espacios o cultura –música, teatro alternativo, grupos de discusión, etc.– que no sean directamente productivos en términos económicos. Por ejemplo, en Madrid, si un joven –de entre 16 y 29 años– quiere vivir solo, tendría que dedicar el 105% de su sueldo para pagar un alquiler medio. La consecuencia es que la dependencia de los padres aumenta y se alarga en España, donde la edad media de emancipación es de 29 años. La precariedad impone una minoría de edad prolongada. Además de con el precio de la vivienda, esto está relacionado con la precariedad laboral y el altísimo desempleo juvenil.
Por tanto, como explica Cooper, los jóvenes son los primeros que se enfrentan a un grave problema, sobre todo aquellos que no pueden vivir en casa, ya sea por su sexualidad o por sufrir situaciones de violencia o abuso sexual. De modo que hoy vivir de una manera extrafamiliar cuando eres joven es mucho más complicado. También supone un problema para muchas mujeres, sobre todo para las que se jubilan con pensiones muy bajas, debido a que la dedicación a los cuidados hace más discontinua su historia laboral, o porque aceptan más jornadas parciales.
Por último, hoy los precios del alquiler en las grandes ciudades hacen casi imposible poder alquilar espacios para desarrollar actividades políticas o culturales de tipo alternativo. (Aunque también en eso hay diferencias notables entre ciudades entregadas al capital como Madrid y otras más “socialdemócratas” como Barcelona.) Por otra, cada vez es más difícil okupar porque supone una amenaza de devaluación de las propiedades próximas. (Las recientes campañas contra la okupación tienen mucho de eso.)
Por tanto, la financiarización de la vivienda afecta de manera profunda a nuestras vidas, y restringe así sus posibilidades. Evidentemente, las condiciones materiales ofrecen un marco, pero no sobredeterminan absolutamente la realidad y podríamos encontrar ejemplos de formas de experimentación que desafían todas las limitaciones económicas. En el próximo artículo explicaré cómo este contexto empuja a los jóvenes a una mayor dependencia familiar y sus consecuencias políticas.
Segunda parte
En la primera parte de este artículo expliqué los cambios que ha conllevado el surgimiento de la sociedad de propietarios. Esta se distingue de otras formaciones sociales previas en que los activos de las clases medias –fundamentalmente los inmobiliarios– tienen un papel económico central a la hora de contrapesar la creciente precariedad laboral, la caída de los salarios y el deterioro del Estado del bienestar. Hoy la posición de las personas –o la clase– está mucho más definida por la propiedad –los activos financieros e inmobiliarios, el patrimonio familiar heredable– que por los salarios que se obtienen en la mayoría de actividades profesionales. Esto implica que las posibilidades de movilidad social se han reducido, “un regreso a una especie de normas de clase del siglo XIX”, según Melinda Cooper. Pero también implica que la familia, en tanto institución que acumula y transmite el patrimonio, se ha vuelto mucho más importante, también a la hora de determinar la posición social de las personas y sus formas (posibilidades) de vida.
Aunque la herencia ha sido siempre determinante, su peso disminuyó en buena parte de los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial con el aumento del gasto social y el crecimiento progresivo de los salarios. Los años 60 y 70 son las décadas donde probablemente la herencia ha tenido menos importancia en la historia, también en España. Según Moore, no es casualidad que en este periodo se produjese una explosión de movimientos sociales de minorías y movimientos antifamiliares y antinormativos. Pero desde los años 80, con el impulso del neoliberalismo y los cambios relatados, la relevancia del patrimonio heredable en las opciones de vida de las personas ha aumentado constantemente.
El bienestar social depende en gran medida de cuánto poseen y cuánto están dispuestos a dar los padres a sus hijos y en qué momento
Cuando la herencia es tan determinante para el bienestar de las personas, la familia, como institución social, se revitaliza de distintas formas que van más allá de lo económico. Por lo pronto, esta nueva centralidad la vuelve a convertir en un poderoso mecanismo disciplinario. Actualmente, después de dos décadas de financiarización de las economías domésticas, el bienestar social depende en gran medida de cuánto poseen y cuánto están dispuestos a dar los padres a sus hijos y en qué momento. Esto tiene relevancia en cada uno de los pasos de la vida: condiciona las posibilidades de ir a la universidad, si se consigue o no un crédito, incluso si se puede acceder a un alquiler –por ejemplo a partir de un aval familiar–, y de una forma más relevante, si se va a tener una (o varias) viviendas en la edad adulta con la que disponer de una jubilación más tranquila y holgada.
Como ejemplo grosso modo, en el Madrid de los 70 un joven de clase trabajadora podría permitirse vivir en el centro de la ciudad porque los alquileres eran mucho más accesibles –o quizás en los años 80, pero ya con más dificultades; aquella fue una década de heroína y crisis para toda una generación de jóvenes–. En aquellos tiempos, las tasas universitarias eran mucho más bajas y tampoco estaría obligado a pagarse un carísimo máster como ahora. Con un trabajo de fin de semana o a tiempo parcial podría sostenerse y tener tiempo para estudiar, algo de dinero para comprar libros, etc. Dispondría incluso tiempo de ocio o para colaborar en algún proyecto político o militar en el movimiento estudiantil de la época. Los que nacieron a partir de los 70 han tenido condiciones de acceso al trabajo y la vivienda progresivamente más difíciles y cada nueva generación tiene menos seguridad y menos oportunidades de acumular un cierto patrimonio, comparado con sus padres. Por ejemplo, y de manera aproximada, la generación de los nacidos a partir de la década de los 80, si consiguen trabajos más o menos estables, llegará al mismo nivel salarial que sus padres alcanzaron a los 22 años entre los 30 y los 35.
Los nacidos a partir de la década de los 80, si consiguen trabajos más o menos estables, llegará al mismo nivel salarial que sus padres alcanzaron a los 22 años entre los 30 y los 35
En la actualidad, alguien que viene de una familia que no tiene propiedades o con la que no se lleva bien probablemente tendrá que trabajar a tiempo completo para poder ir a la universidad, en trabajos precarios que habrá de encadenar como pueda, si es que tiene suerte de encontrarlos. Aún compartiendo piso en algún barrio del sur de Madrid, se verá en dificultades para pagar el alquiler. En España, en 2020, cuatro de cada 10 personas menores de 25 años están en paro –y el 25% de los que tienen entre 25 y 30–. Ya sea porque tendrá que trabajar muchas horas para mantenerse o porque le cambien de horario constantemente, la universidad se le hará entonces cuesta arriba. A pesar de trabajar, quizás no pueda pagarse todo lo necesario para vivir porque hoy un trabajo tampoco garantiza poder cubrir las necesidades básicas –más del 40% de los jóvenes dicen tener dificultades para llegar a fin de mes y los trabajadores menores de 29 son los que más riesgo tienen de caer en la pobreza, el 18%–.
Podemos comparar este caso con alguien que tiene una familia con recursos y quizás una o dos propiedades. En el caso de que tenga buenas relaciones con ella, le pagarán la universidad, o incluso le dejarán una casa o le costearán el alquiler de su vivienda. Esta familia podrá estar ahí para frenar los vaivenes del trabajo precario, y dejarle volver a casa o apoyarle económicamente en una mala racha. Tendrá muchas más opciones de estudiar, prepararse para determinados trabajos, hacer prácticas sin cobrar, opositar, etc… ¿Meritocracia?
La familia como disciplinadora
Por tanto, hoy, con unas economías domésticas financiarizadas, viviendas con precios inflados y constantes recortes del bienestar público, las relaciones familiares son absolutamente determinantes para las posibilidades de vida de los jóvenes y no tan jóvenes –lo son mucho más que antes–. Como dice Cooper, esta relación genera dependencia y un efecto disciplinador evidente cuando se requiere adecuarse a las expectativas familiares, llevarte bien con tus padres y que aprueben tu estilo de vida y tu sexualidad. Esto aumenta el poder de control social de la familia sobre los jóvenes, especialmente los que tienen más dificultades de encajar: las personas LGTBI –sobre todo las trans–, las no normativas o que no se adecuan a roles de género, etc. La autonomía de los jóvenes se resiente, por lo menos respecto de otros momentos donde era más fácil pagar un alquiler y vivir sola o en casas compartidas.
Evidentemente, también se vuelve más difícil sostener una familia propia, lo que comprobamos en la edad tardía de maternidad/paternidad, o en que el número de hijos deseados es más alto que el real. Además, este sistema de bienestar a partir de la propiedad tiene consecuencias para las mujeres, por ejemplo respecto de la deuda. Cuanto más pobre seas, más probable es que tengas relaciones intergeneracionales de endeudamiento económico y que estos lazos de deuda terminen intensificando las expectativas de cuidados que se te asignan como mujer, que otros esperan de ti, y que vayan acompañados de presiones para que los lleves a cabo.
Tenemos la sensación de que los espacios para la vida queer, la contracultura, la vida extrafamiliar y la experimentación se están estrechando rápidamente. Las condiciones materiales nos devuelven a la familia, lo que implica mayores dificultades para apostar por otras formas de reciprocidad no basadas en el parentesco o la genética. Otras formas que puedan estructurar comunidades de resistencia y sistemas de valores alternativos a los del mercado y la competencia: sin contracultura activista es difícil sostener comunidades de lucha. Sin autonomía de los jóvenes no hay política transformadora en el horizonte. Hay pues, bases materiales para la derechización social que parece que estamos experimentando.
Estas condiciones materiales existen, pero establecer lazos de comunidad fuera de la estructura familiar es difícil. No hay muchas referencias exitosas que podamos tomar como ejemplo. Y no es fácil llevarlas adelante porque se tiene todo en contra: cuestiones materiales, ideológicas y de estructura social. Estos intentos tampoco encajan en un estado de opinión donde, a diferencia de los años 70, nadie pone ya en cuestión la familia. Como ejemplo, el peso que tuvo en las luchas LGTBI de la pasada década la demanda del matrimonio igualitario. Una buena parte de la política queer o incluso feminista, que en el pasado puso el foco en explorar el deseo y las relaciones sexuales más allá del parentesco, parece centrarse hoy en explorar las posibilidades de un parentesco alternativo. Hemos abandonado muy pronto la crítica a la familia porque, como dice Cooper, “es más fácil pensar en relaciones familiares buenas o malas que pensar críticamente sobre el papel de la familia en el mantenimiento de un orden dado de relaciones económicas y subjetivas”. Un orden que todavía delega la mayor parte del trabajo de cuidados a las mujeres dentro de la institución familiar.
De este contexto se deduce que las luchas LGTBI/feministas no pueden desdeñar la necesidad de cambiar materialmente nuestras vidas. Para ampliar las posibilidades de vivir y de experimentar tendremos pues que poner el acento en la lucha por los servicios públicos, las condiciones laborales, los salarios y los precios de los alquileres. El sindicalismo y las luchas en el lugar de trabajo siguen siendo imprescindibles. Una herramienta para resistir la apreciación del precio de los activos –que magnifica el papel de la familia como correa de transmisión para la reproducción de la clase– es la subida de salarios. Quizás, más allá de pedir contención en los precios del alquiler, se debería exigir que los salarios y las prestaciones sociales se actualicen no mediante el Índice de Precios al Consumidor sino con el precio de los activos inmobiliarios o en referencia a los alquileres. Esto, según Cooper, tendría el efecto de mitigar la enorme ventaja que actualmente tiene la riqueza acumulada y debilitar la concentración de poder en la familia y de dar más autonomía a sus miembros.