Carta a la suscriptora de Ctxt (2018).

Uno de los retos más formidables a los que nos hemos tenido que enfrentar los periodistas en los últimos tiempos está relacionado con el tratamiento de los partidos de ultraderecha y sus discursos contrarios a los derechos humanos. En Ctxt nos planteamos muy pronto esta cuestión cuando Vox empezó a asomar la cabeza en octubre del año pasado y publicamos algunas reflexiones como el artículo de Jonathan Martínez o este que titulé con una afirmación de principios: Por un periodismo antifascista y que cerraba con una cita del periodista italiano Roberto Saviano en que la que nos insta a tomar partido: “No tenemos elección. Hoy callar es lo mismo que decir que lo que está pasando, por mí, vale”.

Evidentemente eso no le gusta a Vox. No le gusta lo que publicamos, no le gusta nuestro periodismo comprometido con los de abajo, con los sin poder, con el feminismo, la libertad de movimiento y el antiracismo. Han comprendido que nos tienen en frente y nos han vetado de sus actos públicos, nos llaman “activistas» como si fuese un insulto. Se olvidan que no puede haber prensa sin ética y sin política. Aunque hay que decir que su tolerancia es algo escasa, en el saco de peligrosos medios caben también Público, eldiario.es, La Marea, El Plural, Todo es mentira (Cuatro), El Mundo, El Intermedio (laSexta), InfoLibre, El Español y El País. 

Ironiza Gerardo Tecé en esta pieza reciente donde dice que Vox no es para tanto, que los niños migrantes no acompañados ya lo pasaban mal antes de su emergencia y que bueno, tampoco es para tanto que hablen de denuncias falsas si lo comparas con las mujeres que reciben hostias en casa. La sonrisa quebrada que provoca el texto y la distancia resultante del mecanismo humorístico no dejan sin embargo resquicio de duda sobre el significado del texto: seguimos jugándonos mucho. Más todavía ahora que en los debates tienen que aparecer los líderes como uno más donde tienen cancha libre para impulsar una tonalidad afectiva del desencanto convertida en su política del miedo, del resentimiento y la escasez; microfísica fascista que se va infiltrando en los que resquicios que dejan las frustraciones cotidianas que tienen sin duda, también un anclaje material. Pero el descontento y la crisis de representación no tienen por qué hablar el idioma Vox, podrían enunciar el lenguaje de la revuelta o del 15M. El idioma Vox, sin embargo, construye ese malestar de una determinada manera en los resquicios comunicativos que son capaces de ocupar, por eso es importante dejarles el menos espacio posible a su receta del rencor. No es un problema puramente discursivo ni del ámbito de la representación, allí donde la extrema derecha tiene terreno para sembrar aumentan los delitos de odio y las agresiones a los diferentes; lo hemos visto en Brasil y lo hemos visto en EEUU.

Sin embargo, con la repetición de elecciones hoy tienen más cancha en los medios para seguir haciendo su labor de derribo. Pese a toda la retórica antifascista, la alarma activada por Sánchez para pedir el voto en abril no funcionó para sí mismo a la hora de facilitar la formación de gobierno y la repetición de elecciones ha dado a Vox la oportunidad de ocupar un atril a la altura del resto de opciones políticas en los debates electorales. En los debates se les ha dejado mentir sobre muchos temas, como cuando achacan la crisis a la existencia de las autonomías o siguen insistiendo con la cantinela absurda de las denuncias falsas de violencia machista, pero sin duda sus bulos más peligrosos son las referidas a la inmigración. Y dijo muchas. En el debate de candidatos presidenciales esos argumentos a penas fueron rebatidos, el más confrontativo fue Pablo Iglesias, mientras que Pedro Sánchez en su deriva derechista incluso presumió de deportaciones.

La pregunta que surge es si rebatirles en directo podría llegar a reforzar sus marcos –el peligro más grave que conlleva la emergencia de las extremas derechas es su capacidad de imponer agendas, hacernos hablar de lo que quieren–. A este respecto comentaba el periodista Javier Salas decía en tuiter: “creo que es al revés, porque su discurso es muy frágil, no aguanta medio asalto. No puede decir salvajadas racistas sin que nadie le diga «eso es racista», porque en un debate así estás trasladando que es una idea tan respetable como las demás cosas que se dicen”.

El mismo Salas ha escrito sobre los experimentos en los que se intenta averiguar si es mejor rebatir o no los argumentos de los que tienen discursos anticientíficos –negacionistas del cambio climático, de la teoría de la evolución o de la eficacia de las vacunas…–. Se pueden comparar estos discursos con los de la extrema derecha porque comparten esquemas de enunciación y crecen en condiciones parecidas y por los mismos medios. Que en EEUU haya miles de personas convencidas de que la Tierra es plana –solo el 66% de los jóvenes entre 18 y 24 años allí está seguro de que vivimos en un planeta esférico– está relacionado con la crisis de representación en la medida en que se desconfía cada vez más de los discursos institucionales. Partiendo de esa base se podrían aplicar aquí las conclusiones de un estudio de la Universidad de Erfurt (Alemania) que indican que a pesar de lo que a veces pensamos, rebatir estos discursos anticientífico en público sí funciona, que se modera considerablemente el impacto del discurso en la credibilidad de los oyentes; ya se contraargumente mediante datos o contrarrestando las falacias de la argumentación.

Podríamos decir, pues que una vez la extrema derecha consigue una tribuna como la de los debates electorales, es importante responder. Para el resto de ocaciones, donde los periodistas tenemos que hacer de filtro, tanto el instinto como el mismo estudio nos dicen que es mejor no tener que llegar a rebatir sus argumentos en público, que las patrañas calan, que siempre encuentran puertos en los que fondear. Por eso podríamos enunciar una máxima que implique que hay que darles espacio a sus discursos del odio en los medios salvo que sea estrictamente necesario. Por eso son legítimas las críticas a El Hormiguero por entrevistar a Abascal, los periodistas tenemos una responsabilidad profesional –no dejar que se mienta y manipule en público– y otra política –no dejar espacio a las ideas que quieren aplastar a los más débiles o enfrentarlos entre sí. Además, cuando se trata de debatir ideas, la tv funciona más como un show donde las condiciones para el debate son muy pobres y superficiales que como un escenario de intercambio racional de argumentaciones. No se trata de vetarlos, sino de controlar los efectos más perniciosos de su discurso contra los DDHH en los medios para evitar que el idioma Vox, el del odio y la tonalidad afectiva del resentimiento, se vuelva un lenguaje común que nos lleve a la guerra de los penúltimos contra los que están peor.