La mayoría de la prensa española apenas pudo contener en editoriales, titulares y análisis la alegría que le produjo la derrota del chavismo en las recientes elecciones. Fue el caso, por ejemplo, de El País, ese diario que en el 2002 celebró el golpe de estado contra Chávez o que nos regala desde hace años muestras de entusiasmo contrainformativo tan desproporcionadas como la falsa foto de un Chávez moribundo en Cuba que resultó ser de otra persona. Su primer titular fue “Venezuela da la espalda al chavismo 17 años después”. Era el recuento del tiempo que les dura la pelea para derrotar las esperanzas de cambio en la región con el objetivo de salvaguardar los intereses de las empresas españolas en su principal área de influencia, incluidos obviamente los intereses de El País mismo. Esta vez, al contrario que otras, los medios españoles no han sembrado dudas sobre la transparencia del proceso electoral.

Es poco probable que con esta victoria se cierre inmediatamente el ciclo progresista latinoamericano que se inició con la llegada al poder de Chávez en 1998. Todavía existen muchos interrogantes, como qué será capaz de hacer una oposición que ha conseguido la mayoría en la Asamblea Nacional –el parlamento–, pero no la presidencia ni los otros poderes del Estado. La oposición se ha presentado agrupada en la Mesa de Unidad Democrática –MUD– que recoge desde la derecha más dura hasta opciones socialdemócratas –21 partidos en total– y en la que se integran políticos que hasta hace poco se peleaban entre sí por el liderazgo. Políticos que además han mostrado dificultades para ponerse de acuerdo en lo más mínimo. Lo único que les une fervorosamente es acabar con el proyecto bolivariano. El programa electoral era poco más que eso, “Venezuela quiere cambio” y apelaciones genéricas a la necesidad de más mercado y de salvaguardar la propiedad privada.

Entre esos líderes figuran algunos como Leopoldo López, exalcalde de un distrito caraqueño, que los medios españoles denominan como preso “político” pero que ha sido imputado por impulsar y organizar disturbios de manera pública –herramienta habitual de la oposición, incluso en los momentos de mayor consenso social en torno al chavismo–. O Capriles Radonski, el líder de Primero Justicia, ex candidato presidencial, conocido también por haber asaltado la embajada cubana durante el golpe de estado del 2002.

cartelchavez

La oposición ha obtenido la mayoría de dos tercios que les permitirá designar cargos como los del Tribunal Supremo, iniciar reformas constitucionales e incluso convocar una nueva Asamblea Constituyente. Se auguran choques con el resto de instituciones y con el presidente Maduro que ya ha dicho que vetará una ley de amnistía destinada a excarcelar a lo que la oposición llama “presos políticos”.

La incógnita es por tanto cuán grande será el pulso contra el chavismo –que conserva veinte gobiernos locales y 240 alcaldías– que la MUD querrá o podrá llevar adelante. De una parte, pueden ser tentados a seguir apostando al juego de la desestabilización social que ha conforma el estilo de la mayoría de la oposición venezolana durante todos estos años. Pero esta es la primera vez que tienen el parlamento y eso les asegura una nueva posición institucional. Ya los principales líderes han emitido mensajes tranquilizadores.

El chavismo se ha enfrentado con los intereses de parte de la oligarquía nacional, pero también ha hecho crecer los beneficios empresariales gracias al reparto de la enorme renta petrolera nacionalizada y al incremento del consumo interno; a ese sector empresarial también responde la oposición. Es posible por tanto que la nueva clase política se limite en un primer momento a adjudicarse cargos públicos y gerenciales del inflado sector público venezolano, liberalice algunos sectores ahora protegidos y privatice poco a poco algunos empresas públicas. La tensión con el chavismo continuará a fin de ganar posiciones –recordemos que es el único pegamento que une a la oposición– y también será la herramienta empleada para manejar en términos simbólicos el descontento que seguramente provocarán sus políticas, sobre todo si se atreven a recortar las ayudas sociales.

Respecto a las privatizaciones prometidas es poco probable que renuncien a los recursos que proporciona la nacionalizada PDVSA que explota una de las reservas petroleras más grande del planeta y que está en la base de las políticas sociales del proyecto bolivariano. La principal crítica que se le hace al gobierno venezolano es que a pesar de disponer de estos recursos no ha logrado superar el modelo extractivista. Durante estos años, los experimentos productivos se han sucedido: apoyo al cooperativismo, nacionalización de algunas industrias que se han puesto en manos de los trabajadores o creación de unidades de producción autogestionadas –Comunas–. Iniciativas que no han conseguido generar una alternativa de desarrollo ni aumentar considerablemente la producción de un país que importa el 80% de lo que consume.

La ilusión chavista

Algunos logros del chavismo son, sin embargo, innegables. En estos años se ha producido una incorporación al sector formal de la economía de amplias las masas marginales sobre la base de cierto reparto de la renta. Las políticas sociales han beneficiado sobre todo a los habitantes de los “barrios” o “favelas”; parte muy importante de la población, quizás mayoritaria, y que constituye la base social del gobierno bolivariano en los momentos más duros de confrontación con la oposición. También ha mejorado el nivel de consumo de la clase media, protagonista principal de los disturbios y manifestaciones antigubernamentales en demanda de “más capitalismo”.

Al fin y al cabo, Chávez fue el gran catalizador de las aspiraciones de una población que había visto descender su calidad de vida durante la crisis de la deuda de los años 80 y 90. También fue quien consiguió articular un relato de resurgimiento nacional frente al intervencionismo estadounidense, cuyos intereses quedaron ligados a los de la burguesía local en el imaginario colectivo. Así fue como la nación renacida se construyó sobre los intereses del pueblo marginal, tradicionalmente excluido de los medios de comunicación y de los mecanismos de participación de la democracia representativa.

Pero ese relato fundacional se ha ido cuarteando estos años, especialmente tras la muerte de Chávez, debido a problemas que venían de más atrás. Problemas como la corrupción, la criminalidad o la inflación –200% este año– han hecho empujado la desafección social. El voto del domingo es fundamentalmente un voto de castigo, no una muestra de apoyo a un proyecto que se perciba como alternativa deseable.

Este voto negativo penaliza sobre todo la escasez de alimentos básicos como azúcar o leche –o de productos como el papel higiénico–. Ciertamente, el problema del desabastecimiento también ha sido un arma de la oligarquía que controla la distribución, pero independientemente de si esta detrás o no de la actual crisis de existencias, las colas cotidianas en los supermercados solo se soportan en momentos de intensidad política donde mucha gente esta dispuesta a darlo lo que sea por “el” comandante.

Hoy el voto negativo es un voto contra las colas, la crimiminalidad y la escasez, pero también una puesta en cuestión del proyecto bolivariano. Se ha agotado la esperanza, incluso de un gran sector social de valores progresistas que apostó por la revolución bolivariana y hoy se siente distante de un régimen que ha generado una nueva burocracia corrupta, que no es capaz de enarbolar como antaño, un proceso creíble e ilusionante. Se le puede llamar cansancio. Se le puede llamar desesperanza. Lo cierto es el que el proyecto de la derecha que ha ganado estas elecciones por descarte apenas se sostiene y que el neoliberalismo convence a pocos en la Venezuela de hoy.