Publicado originalmente en Ctxt.
En el artículo anterior analizamos la esfera vinculada a las relaciones afectivas y sexuales hablando de artistas del ligue, ‘incels’, ‘no fuckers’ y otras especies antifeministas. El hilo que conecta estas tendencias con el culto al cuerpo –gymbro– y el inversor popular –criptobro– es la apelación general al desarrollo individual; el emprendedurismo de sí mismo explota en las redes.
Una de las explicaciones más recurrentes del auge de las extremas derechas a nivel mundial apunta al incremento de la precarización vital derivado del aumento de la concentración de riqueza y de sus poderes concomitantes, tras cuarenta años de neoliberalismo. Ya existen investigaciones que relacionan el aumento de la precariedad entre los jóvenes con la reacción antifeminista, como este estudio de Javier Carbonell. En la manosfera, los sentimientos de inseguridad, fracaso o impotencia encuentran explicación y una dirección política en sentido reaccionario.
La precarización estructural y las promesas truncadas pueden ser una carretera hacia la hecatombe emocional
Es cierto que los jóvenes se enfrentan a una ausencia de certezas vitales mayor que en generaciones anteriores: sin perspectivas laborales estables, con dificultades para independizarse por la crisis de vivienda y condenados a una minoría de edad casi eterna –la edad de emancipación es de 30,4 años–. A lo que tienen que sumar el peso psicológico de la catástrofe climática. Paradójicamente, sus expectativas de consumo son muy altas en un mundo en el que casi todo está en venta. Ya hay más productos diferentes que especies diversas. Y, pese a que una parte de la población esté excluida de esta orgía consumista, la lógica del deseo sigue operando como una fuerza central: comprar objetos tiene una dimensión identitaria y aspiracional, sirve para construirse y representarse ante el mundo. De modo que aumenta la distancia entre los que acceden a ese casi todo y los que tendrán que conformarse con lo que se pueda.
En este contexto, esta precarización estructural y las promesas truncadas pueden ser una carretera hacia la hecatombe emocional que los hace más dependientes del éxito en redes. También de los mensajes que circulan en la manosfera, donde la hipermasculinidad emerge como respuesta compensatoria, prometiendo recuperar control sobre la propia vida a través de la transformación corporal –gymbros– y del éxito económico a partir de la especulación –criptobros–. “La jerarquía, eso que llamamos patriarcado, está basada en la competencia, sé responsable y ocupa tu posición en ella”, dice Jordan B. Peterson, uno de los famosos filósofos del antifeminismo que insta a los varones a ser combativos “como las langostas”.
Cuando eres joven y estás construyendo tu identidad en una sociedad que te dice que puedes ser lo que quieras (siempre que tengas dinero), pero ves que esa posibilidad se escapa entre los dedos, la reafirmación de la masculinidad funciona como una apuesta contra el miedo. Los mensajes que reciben les dicen que pueden resistir, que no necesitan de nadie. Ser hombre aquí es fundamentalmente eso: la imagen de la autonomía absoluta, la soberanía sobre el cuerpo y el destino que encuentra su cauce en la ideología omnipresente del emprendedurismo y en una apelación al desarrollo individual –si quieres, puedes–. En cualquier caso, mejor ser hombre –de verdad– que encontrarse en la absoluta intemperie. Algo a lo que agarrarse en medio de la zozobra, pero que, sin embargo, se revela como una apuesta trucada: sostener esa masculinidad tiene mucho de trabajo de Sísifo, un coste excesivo y no garantiza escapar de la incertidumbre.
Vestidos de músculos
Después de la pandemia se han reforzado las tendencias ya existentes sobre el cuidado extremo de la salud, la alergia al envejecimiento y el miedo a la muerte. Las redes rebosan de trucos para cuidarse, los batidos más sanos –y repugnantes–, las mejores rutinas de skincare para seguir prolongando la juventud hasta que nos sorprenda la muerte. El culto al cuerpo se ha intensificado como una de las formas privilegiadas de subjetivación. Este fenómeno se expresa en el auge de las culturas del fitness y los gymbros: hombres –a menudo jóvenes– que invierten dinero y disciplina en la transformación muscular de sus físicos. Aunque sin duda es algo que atraviesa a todos los géneros, para los hombres hay una versión de esta apuesta personal que puede vincularse al antifeminismo. Ese nicho existe. Porque este proceso de “superación” es, al mismo tiempo, una práctica de autodisciplina individual y una forma de inserción colectiva en comunidades masculinas donde se negocian estatus, reconocimiento y sentido de pertenencia; donde estar, también, un poco menos solos.
El cuerpo trabajado funciona como prueba visible de mérito personal. Si tienes éxito dominando a tu cuerpo, sin duda lo tendrás en este capitalismo
La posibilidad de “hacerse a uno mismo” a través de la transformación física se convierte así en una narrativa y en una promesa. El cuerpo trabajado funciona como prueba visible de virilidad y mérito personal. Si tienes éxito dominando tu cuerpo, sin duda lo tendrás en este capitalismo competitivo que exige hasta la última dominada, madrugar, no dejar pasar ni un minuto sin producir, vender o consumir algo. En este sentido, el gimnasio opera como una fábrica de subjetividades meritocráticas, donde el músculo sustituye al capital como signo de valor personal. En un entorno donde las formas de construcción de un sentido de la valía personal están en crisis –el trabajo como narrativa de vida, el respeto adquirido por el papel que se ocupa en la comunidad, o incluso el lugar en la familia y su sentido trascendente–, la masculinidad expresada a través del cuerpo funciona como un refugio identitario.
Evidentemente hay placer en el gym, en el aprendizaje de habilidades corporales, hay endorfinas, hay formas de amistad y de compañerismo, autoestima, pero eso puede combinarse también con competitividad (comparación de cuerpos, dietas, rutinas), angustia y la sensación de que nunca se llega –para hombres y mujeres–. Plataformas como Reddit, Instagram o TikTok intensifican este fenómeno, producen subculturas donde se comparte conocimiento técnico pero también donde circulan discursos de género y clase –e incluso raza– altamente normativos. Se supone además, falsamente, que más músculo equivale a más atractivo sexual y por tanto “mejor posición” en las jerarquías que asignan valor según el poder de seducción. Algunas de estas comunidades oscilan entre la autoayuda y la hostilidad antifeminista, conectando con discursos de la manosfera y el redpill. En ellas, el cuerpo musculado se presenta como un arma para “conquistar mujeres” o un antídoto frente a una supuesta “feminización de la sociedad”. Los productos que prometen incrementar la testosterona te hacen fuerte y hombre por el mismo precio.
La meritocracia está quebrada, ¿quién la desquebrará?
En los gymbros y criptobros, la ideología del emprendimiento individual se fusiona con una masculinidad exacerbada hasta lo caricaturesco. Influencers como Llados –dueño de un pequeño emporio construido sobre una suerte de estafa piramidal– proyectan imágenes de éxito medido exclusivamente en términos materiales –coches, casas, mujeres como objetos de consumo– y asocian el triunfo social a tener vientres de tableta de chocolate. “La fucking panza es de pringados”, dice Llados, “deshazte de tus amigos con panza si quieres triunfar”; si quieres coches, casas, mujeres como tabletas de chocolate. Los chavales desean ser Llados, les gustaría ser ricos, asquerosamente ricos. No hemos conseguido que anhelar ser rico y asqueroso esté mal visto socialmente. Hoy parece una meta legítima. Se crea así una realidad aspiracional que contrasta brutalmente con la realidad de clase de sus seguidores: jóvenes precarizados que, ante la ausencia de movilidad social tradicional, buscan “éxito rápido” a través de la inversión en criptomonedas, es decir, de una suerte de juego de azar. No tan alejados, por cierto, de los brokers al uso.
No hemos conseguido que anhelar ser rico y asqueroso esté mal visto socialmente
Hoy la posibilidad de ascenso social a través del trabajo, pilar del capitalismo fordista, se disuelve. Asistimos a una crisis de este trabajo como vía de movilidad social, ya que en buena parte de Europa donde los salarios descienden y el Estado del bienestar se repliega, cada vez cuentan más los activos disponibles para la posición de clase: ya sean acciones o bienes inmuebles. En el capitalismo financiarizado surgen modelos de emprendedurismo individual que exaltan el riesgo y la iniciativa personal, al tiempo que culpabilizan a quienes no “triunfan”. Parece que nadie cree ya en la meritocracia. El éxito es encontrar un atajo. Compra cripto, compra casas, alquílalas por habitaciones para mayor rentabilidad. Tu éxito económico es prueba de tu valía personal.
“Trabajar es de pringados”. Si en las clases bajas el camino del trapicheo o los hurtos pueden proporcionar una salida momentánea a la explotación que les aguarda como destino, en las clases medias la aspiración es tener un trabajo que no lo parezca: influencer o inversor. (Aunque para la mayoría de chavales de clase media, a medio plazo, la salida realista es acceder al funcionariado). Solo así se explica que los cursos online sobre criptomonedas y sus eventos físicos se hayan convertido en acontecimientos de masas: entre 5.000 y 7.000 mil personas, fundamentalmente jóvenes, asistieron al de Mundo Crypto en Madrid, en 2022. Su principal promotor, Mani Thawani, dice ganar más de 60.000 euros al mes dando cursos de cómo invertir en estas monedas virtuales.
En una economía de la atención que monetiza la inseguridad masculina, a los cursos para ligar que comentábamos en el artículo anterior, se suman los de trading para quienes en realidad carecen de recursos para invertir: una especie de Dow Jones para pobres. Paradójicamente, esta promesa de control para jóvenes a la deriva se articula a través de mecanismos que generan nuevas formas de dependencia: la especulación con criptomonedas, las apuestas deportivas online, los videojuegos donde se juega dinero. Todos implican la misma estructura psíquica y pueden terminar en ludopatía o adicción. (Se estima que el 4 % de los estudiantes de 14 a 18 años tienen problemas con el juego, según el Plan Nacional contra las drogas). Al riesgo implícito de ludopatía se suman las compras a plazos que pueden terminar con muchos de estos chavales endeudados. Subjetividades arrasadas donde plantar la semilla ultra. Otro motivo quizás del crecimiento del apoyo a la extrema derecha en estos jóvenes.
Porque la narrativa del “soberano de sí mismo” funciona como compensación ante la subordinación estructural, pero genera efectos devastadores en la salud mental: vigorexia, trastornos alimentarios, ludopatía, depresión por comparación con imágenes inalcanzables de éxito, o simplemente incremento de malestares difusos. Más tristeza y frustración que pueden decantarse como antifeminismo. Fracasos personales que se atribuyen a los que piden “ventajas injustas”, cuya culpa se endosa a migrantes, activistas LGTBIQ o feministas.
Eso es posible porque la subcultura cripto naturaliza la idea de que el éxito depende exclusivamente del esfuerzo personal, borrando así las estructuras sociales, las desigualdades o los privilegios heredados. La meritocracia está quebrada, nadie se la cree, pero se defiende a muerte de la injerencia feminista que demanda cuotas que alterarían el supuesto acceso equitativo y “en igualdad de condiciones” a los buenos trabajos –¿funcionariado?–. En este marco, el feminismo aparece como un obstáculo para el orden natural del esfuerzo, aunque no ha funcionado nunca por encima de los orígenes de clase, y que además lo hace cada vez en menor medida. A pesar de ello, la contradicción persiste y la ilusión meritocrática se defiende con virulencia.
En este contexto, recuperar una lectura estructural del malestar social es condición imprescindible para articular una política liberadora; para ofrecer a estos malestares una salida en sentido emancipador no reaccionario. El trabajo político consiste en redefinir el conflicto: el enemigo no son las mujeres o los migrantes sino las estructuras que organizan la desigualdad –las jerarquías de clase, la concentración de la riqueza, la explotación laboral y la mercantilización de la vida–. Por eso, para hacer frente a las ideas que anidan en la manosfera es fundamental articular una visión feminista de la justicia social; un horizonte conjunto en el que implicar a los chicos jóvenes, redirigiendo sus frustraciones hacia el sistema que las provoca y poniendo su rabia a trabajar contra el mismo, mientras cambiamos los valores que lo sustentan. Eat the rich.