Publicado originalmente en Ctxt.es.

Las categorías se amalgaman en la manosfera –ese lugar de internet donde se expresa y se compone políticamente el antifeminismo– muchas veces difuminando los contornos de las distintas subculturas. El Movimiento por los derechos de los hombres –“Men’s Rights Activism”– de origen anglosajón, surge como reacción a las propuestas del feminismo de los años sesenta y setenta del pasado siglo, de la misma manera que es en esos años cuando se gestan buena parte de los argumentos sobre el género que hoy están operativos en las derechas radicales.

Una de las principales líneas políticas de los movimientos masculinistas está destinada a explicar que el feminismo ha ido “demasiado lejos” o que perjudica a los hombres. Suelen citar estadísticas como que los hombres representan aproximadamente el 70-75% de los suicidios; tienen menores tasas de graduación universitaria en muchos países desarrollados –en España el 60,1% del alumnado que acaba los estudios son mujeres–; reciben menos custodias de los hijos en casos de divorcio –en el 2023 en este país se dio custodia exclusiva para la madre en un casi 48%, exclusiva para el padre en un 3,5% y compartida en un 48,4%–. Dicen también que los hombres constituyen la mayoría de las muertes por accidentes laborales y son más víctimas de homicidios; enfrentan mayores tasas de adicción y problemas de salud mental no tratados, y tienen una esperanza de vida varios años menor que las mujeres –81 en los hombres y 86 en las mujeres en España–. También dicen que existe un sesgo en el sistema judicial penal donde los hombres reciben sentencias más largas por delitos similares, que la violencia doméstica hacia hombres está subregistrada y estigmatizada, y que los niños, especialmente en familias monoparentales, carecen de figuras masculinas de referencia, lo que según estos movimientos contribuye a problemas de rendimiento académico y desarrollo. Muchos profesores habrán escuchado argumentos de este tipo en sus clases cuando se abren estos debates repetidos por los jóvenes más expuestos a la manosfera.

La efectividad de esta estrategia radica en que los datos son, en gran medida, ciertos, pero su interpretación omite sistemáticamente las causas estructurales que los explican. Es precisamente esta mezcla de veracidad estadística y análisis sesgado lo que convierte estos argumentos en herramientas persuasivas, especialmente entre jóvenes varones que los reproducen acríticamente en aulas y debates, como bien conocen muchos profesores expuestos a estos discursos de la manosfera. La paradoja de estos argumentos radica en que muchas de las problemáticas que denuncian tienen su origen precisamente en la construcción de la masculinidad tradicional que el feminismo también combate. El suicidio masculino y las muertes por violencia interpersonal, por ejemplo, están directamente relacionados con las expectativas sociales que imponen a los hombres asumir conductas de riesgo, mostrarse siempre fuertes y resolutivos como prueba de su virilidad. Estas mismas expectativas les dificultan buscar ayuda psicológica o expresar vulnerabilidad emocional, factores clave en la prevención del suicidio. 

Estos influencers difunden un sexismo que sostiene que como ya existe igualdad las leyes feministas sirven para discriminar a los hombres

En la cuestión laboral, la propia división sexual del trabajo hace que los hombres hayan asumido muchas veces trabajos más penosos y peligrosos donde hoy se producen la mayoría de los accidentes laborales. Sin embargo, aquí se podría matizar bastante. Por ejemplo, muchas enfermedades laborales de trabajos feminizados no están reconocidas, así como tampoco lo está la posibilidad de jubilarse anticipadamente para aquellos que necesitan muy buena forma física para ser desempeñados: las cuidadoras en residencias constituirían un buen ejemplo. Pero no se trata aquí de hacer comparaciones entre sexos, porque lo que queremos es que nadie tenga que trabajar en trabajos duros, en jornadas penosas, sin suficientes descansos y retribuciones adecuadas, ni hombres ni mujeres. Por eso, primero, se trataría de desmontar juntos los roles de género que tienen prescripciones diferentes y formas distintas de oprimir tanto a hombres como a mujeres, así como la división sexual del trabajo que se basa en ellos. De manera que cuando salen este tipo de argumentos, la mejor manera de empezar a desactivarlos es reconocer este horizonte compartido: no se trata de quién está peor, sino de luchar juntos por un objetivo común.

En España, influencers como Roma Gallardo o Un Tío Blanco Hetero despliegan estrategias retóricas que incluyen la apropiación del lenguaje de los derechos humanos y de la igualdad para legitimar sus posiciones, bajo el marco de que los hombres “están peor que las mujeres”, como si de unas olimpiadas de la opresión se tratase. Estas posiciones victimistas son en realidad, un elemento privilegiado de la política contemporánea que comparten con otros movimientos. Todos quieren ocupar ese lugar. Sin embargo, hay que apuntar mejor, porque los hombres son víctimas, sí, pero de la búsqueda de “una potencia masculina mítica”, dice el filósofo, Pankaj Mishra, “ya sea en los patios de los colegios, las oficinas, las cárceles o los campos de batalla. Esta experiencia cotidiana de miedo y trauma los une a las mujeres de más formas de las que la mayoría de los hombres, atrapados por los mitos de la masculinidad acérrima, suelen reconocer”. Los hombres, estarían así tan aprisionados como las mujeres por las normas de género en una búsqueda ruinosa del poder.

La institucionalización del feminismo y su identificación con el gobierno alienta estas posiciones. Para ellos ser “antisistema” significa “ser antifeminista”

Sexismo blando

Estos influencers difunden principalmente un sexismo –llamado “moderno” o blando– que sostiene que como ya existe igualdad entre géneros –entendida como una cuestión puramente formal– las leyes feministas que entienden que la desigualdad es estructural y tiene que ser compensada, en realidad, sirven para discriminar a los hombres. Este discurso es una de las principales líneas argumentativas de Vox y está calando especialmente entre la población joven. Dicen vivir bajo una “ginecocracia”, en la que las mujeres controlan tanto la cultura como las palancas del poder. La institucionalización del feminismo de los últimos años y su identificación con el gobierno, las autoridades escolares, la mayoría de medios, etc., sin duda, alienta estas posiciones. Para ellos ser “antisistema” significa “ser antifeminista”.

Quizás no está tan extendido socialmente, pero en las redes también se pueden encontrar variantes más radicales. A este sexismo blando se suma uno hostil: misoginia o supremacismo masculino que hace apología de la superioridad masculina e incluso, en los casos más extremos, de la violencia contra las mujeres. En EEUU, la victoria de Trump, condenado por abuso sexual y con una retórica abiertamente machista, sin duda, ha empoderado a estos sectores. Se percibe en el giro malote del dueño de Facebook, Mark Zuckerberg, que lamentó el auge de las empresas “culturalmente castradas” que han tratado de distanciarse de la “energía masculina”. Con esto hacía una apelación a una cultura que “celebre un poco más la agresividad” y en definitiva, acabar con las políticas empresariales progresistas en EEUU, las llamadas DEI  (Diversidad, Equidad, Inclusión).

La victoria de Trump, condenado por abuso sexual y con una retórica abiertamente machista, ha empoderado a estos sectores

La meritocracia ha muerto, el wokismo no es el culpable

Uno de los discursos antifeministas más fuertes en los jóvenes se dirige precisamente contra una parte de estas políticas estadounidenses, precisamente las de discriminación positiva o cuotas. Estas llegaron plenamente a España, hace poco –más allá de la representación política, el Estado central las reguló en 2024 en la Ley de paridad–. Según los discursos de la manosfera –y más allá– estas impiden que hombres más preparados accedan a determinados puestos, especialmente en el funcionariado –la forma en la que muchos jóvenes de clase media accederán a buenos trabajos–. Son por ejemplo recurrentes los debates sobre cuotas en policías y bomberos –significativamente nadie las reclama para los segmentos más explotados del mercado laboral ni a la inversa: los hombres no exigen ser aceptados como profesores en las escuelas infantiles, por ejemplo–. Se apela aquí a nociones meritocráticas abstractas, de una meritocracia, que como explicábamos en el artículo anterior, está herida de muerte. 

Normalmente se trata de combatir estas ideas antifeministas explicando la necesidad de estas políticas para compensar la desigualdad estructural, o mediante discursos más esencialistas, diciendo que las mujeres aportan “otros valores o aptitudes”. Sin embargo, nunca hablamos de que una parte del feminismo considera que las políticas de cuotas no son  el mejor camino para acabar con la desigualdad estructural, al menos no desde un feminismo de clase o de transformación. La paridad puede parecer de justicia, pero que unas pocas mujeres alcancen puestos de mando o de representación no cambiará un ápice la situación de las que permanecen en la base, ni hará mejor la vida de la inmensa mayoría de mujeres. Estas no dejan de ser políticas de integración para los segmentos de clase media, o alta que pueden beneficiarse de ellas. Para los feminismos de clase más bien se debería poner los intereses de las mujeres más explotadas en el centro de las políticas públicas. ¿Sería mucho pedir que expliquemos estas complejidades a los chavales? Quizás así se les abran nuevos mundos donde el feminismo no es un monolito, sino un campo surcado por diferencias ideológicas y distintos intereses de clase.

Algo parecido sucede con la cuestión de las penas diferenciadas en el delito de violencia en la pareja o expareja, un argumento que suelen utilizar. Es cierto que estas penas son mayores cuando el agresor es un hombre y la víctima una mujer que en la situación inversa. Aquí se suele argumentar que esta diferencia responde a la necesidad de proteger específicamente a las mujeres, dada la evidencia de que la mayoría de las agresiones son cometidas por hombres. Sin embargo, dentro del propio campo feminista existe un debate al respecto, porque muchas feministas creen que endurecer las penas no es una estrategia eficaz para erradicar las violencias, y abogan en cambio por otro tipo de medidas –recursos habitacionales, inserción laboral, ayudas económicas– y por la responsabilización colectiva –que terminar con la violencia implique a todos y todas–. Aquí, como en muchos otros temas, no hay unidad. No todas las feministas creen que el sistema penal es el que va a “proteger” a las mujeres. Sin embargo, estas perspectivas antipunitivas tienen una presencia marginal en el debate público y mediático. 

Por último, uno de los argumentos principales entre los jóvenes parte del temor a ser acusados falsamente por una mujer de agresiones sexuales o violencia machista —algo poco probable en realidad—. Sin embargo, estas ideas se aúpan en las dinámicas justicieras y cancelatorias que han despertado los casos más mediáticos de los últimos años, y es precisamente en esta percepción donde arraigan sus miedos, hábilmente instrumentalizados por los influencers antifeministas. Quizás en las discusiones con ellos también se pueden reconocer las contradicciones que tienen los feminismos a la hora de luchar contra la violencia: atrapados entre la necesidad de acabar con la tan extendida impunidad y las escasas herramientas existentes, algunas de las cuales, como la cancelación, producen a su vez sus propios problemas. No, no tenemos todas las soluciones.

Tenemos que crear espacios para pensar más allá de las polarizaciones artificiales que quieren reducir todo a dos extremos y arrasar con todo lo demás

Pero vamos a sentarnos a hablar

Precisamente, quizás la mejor manera de combatir el aumento del antifeminismo en los jóvenes –al menos en sus versiones menos ultramontanas evidentemente no todo lo puede el diálogo– sería mostrarles que este movimiento no es monolítico y hacerles partícipes de estos debates. Hablar con estos chavales puede implicar reconocer sus dudas, no dar todas las respuestas por sabidas –“el feminismo lo está haciendo todo bien”, no critiquéis, es la respuesta más habitual–, y conseguir embarcarles en la producción de pensamiento colectivo sobre las posibles soluciones a los problemas que identifican. Al final, la mejor educación feminista es una que les enseña a pensar de forma autónoma, a discriminar argumentos, más que la que intenta que se adhieran a un dogma sin fisuras ni posibilidad de contestación. Podríamos admitir que quizás existe un feminismo en el que ellos –al menos algunos de ellos– pueden reconocerse y otros que quizás no compartan nunca. ¿Acaso no se usa el feminismo para justificar la masacre en Gaza, la exclusión de las personas trans o para perseguir a migrantes “porque no se integran en nuestra cultura” cuando se trata de prohibir el velo en las escuelas o se acusa a los menores migrantes de agresores sexuales? ¿Acaso no hay un feminismo que contemporiza con las posiciones de extrema derecha?

Asumir la pluralidad del feminismo y la complejidad de sus posiciones forma parte ineludible de las posibles soluciones, en un mundo que las extremas derechas quieren cerrar sobre sí mismo. El antifeminismo no se ocupa de la diversidad de enfoques feministas, sino que construye la imagen ideal de un «enemigo» caricaturizado, expresado a través de las posiciones más fácilmente golpeables. Tenemos que crear espacios para pensar más allá de las polarizaciones artificiales que quieren reducir todo a dos extremos —los dos parte del mainstream— y arrasar con todo lo demás. Las posibilidades de emancipación y liberación es más probable que se encuentren fuera de estas dualidades, en otro lugar que consigamos inventar juntos.

El feminismo no parece tener nada positivo que ofrecerles. Sin embargo, las derechas radicales sí les proponen un proyecto que les incluye, que les da un sentido de orgullo y respeto, que logra traducir sus malestares y angustias vitales a un registro cultural. Es un proyecto ilusorio, desde luego, porque solo conseguirá agravar su soledad o sus dificultades relacionales. No se van a encontrar con las mujeres de su edad al final de un camino que les lleva a la masculinidad tradicional. Tampoco va a resolver resolver sus problemas reales —vivienda, empleo, precariedad o el cambio climático— ni va a conseguir para ellos más derechos laborales, más bien, si acaban apoyando a partidos de derecha radical es posible que se agraven, ya que estos proyectos buscan reafirmar las jerarquías sociales.

Por otra parte, algunos chavales dicen que les gustaría formar parte del movimiento feminista pero no saben como participar ni se sienten invitados e incluso se pueden llegar a sentir señalados como “potenciales agresores”. Esto implica perder un potencial para el cambio fundamental, ya que estos mismos chavales podrían ejercer de influencia positiva entre sus compañeros o ponerles límites ante actitudes machistas. Son ellos los que pueden construir nuevas formas de masculinidad de manera efectiva y tenemos que acompañarles en ese camino. ¿Podríamos explicarle esto a los chavales, que pueden formar parte del feminismo, que los necesitamos para transformar el mundo en vez de hacerlos sentir como el enemigo? En palabras de Mishra: “Los hombres desperdiciarían esta última crisis de masculinidad si negaran o minimizaran la experiencia de vulnerabilidad que comparten con las mujeres en un planeta que también está en peligro. El poder masculino (…) es un ideal inalcanzable, una alucinación de mando y control, y una ilusión de dominio, en un mundo donde todo lo sólido se desvanece en el aire (…) La masculinidad se ha convertido en una fuente de gran sufrimiento, tanto para hombres como para mujeres. Entender esto no es sólo comprender su crisis global hoy. Es también vislumbrar una posibilidad de solución de esta crisis”.