Publicado originalmente en Ctxt.

[Esta serie propone un recorrido por algunas de las principales subculturas juveniles digitales para tratar de entender qué impulsa esta reacción.]

Los jóvenes varones votan más a la extrema derecha que sus equivalentes femeninos y las encuestas muestran una fuerte reacción antifeminista en buena parte de Europa. Las causas son múltiples y complejas, pero una que atraviesa todos los estudios indica que estos jóvenes pasan un tiempo considerable en foros de internet, redes sociales o Youtube consumiendo material antifeminista de diverso tipo. 

En estos espacios digitales se politizan muchos jóvenes en un sentido reaccionario, es decir, aunque la entrada a estos discursos puede ser la imposibilidad de ligar, el miedo al futuro, la soledad, o no saber cómo construir su identidad de hombres en una realidad atravesada por el feminismo, en ellos se acaba conformando un universo reaccionario que puede empujar a estos chavales a apoyar proyectos políticos antidemocráticos que buscan profundizar las desigualdades sociales. Algo que hacen bien las extremas derechas es componer malestares de diverso tipo que convierten en reacción antifeminista –o antiinmigrante o negacionista–. Ahí se gestan también algunas de las causas del voto juvenil a las derechas radicales.

Si existe un fenómeno fácil de corroborar en la educación es el crecimiento de esta reactividad machista

La manosfera es el nombre que se le ha dado a un conjunto de comunidades en línea donde se articulan discursos masculinos antifeministas que van desde el simple victimismo y lloriqueo hasta el más acerado odio misógino. Estas comunidades se articulan en gran medida como subculturas digitales con sus propias filosofías y códigos. No son homogéneas, ni se excluyen necesariamente unas a otras, ni explican nada por sí mismas, y además son difíciles de investigar, aunque la academia ha hecho un esfuerzo por ponerles nombre y bucear en sus contenidos. Muchas cosas pasan además en redes de mensajería persona a persona –WhatsApp, Telegram, etc.–, donde es mucho más difícil mirar y donde se reproducen lógicas de grupo, la fratría masculina –el refuerzo de las opiniones dentro de un colectivo de pares–.

La manosfera está atravesada por la convicción de que el feminismo, más que la igualdad, fomenta el odio hacia los hombres y en ella se gestan buena parte de los argumentos antifeministas que luego los chavales reproducen. Son los que usan en las discusiones contra las profesoras –u otras alumnas– en las clases: si existe un fenómeno fácil de corroborar en la educación es el crecimiento de esta reactividad tanto en la etapa de secundaria como en la universidad. Algunas docentes cuentan que el nuevo deporte universitario es el de “derriba a tu profesora” –verbalmente, se entiende–. 

Probablemente lo más grave –ya que los discursos no tienen por qué transformarse automáticamente en actitudes– es que la esfera digital también es el lugar desde donde se produce acoso contra feministas con visibilidad o contras las mujeres que han incursionado en lugares tomados por estas ideas como la subcultura gamer. Este antifeminismo busca convertir las redes sociales en espacios hostiles hacia el feminismo. Un ejemplo extremo de este acoso digital es que se han llegado a difundir imágenes y datos personales de activistas, o incluso de personas que han sufrido agresiones, como sucedió con la víctima de ‘La Manada’ –en este caso, por primera vez en España, fueron condenados a penas de cárcel tanto la plataforma digital como algunos de los que compartieron estas informaciones privadas–. La misoginia monetizada en plataformas que alimentan a señores tecnofeudales que se enriquecen con el abuso en líneaSegún Ekaitz Cancela y Anita Fuentes, no se puede pensar este modelo de negocio sin entender que es capaz de utilizar la misoginia, el machismo y, en definitiva, la violencia, para aumentar ganancias.

Sin afán exhaustivo, en esta serie analizaremos algunas de estas subculturas digitales que, precisamente, proporcionan a estos jóvenes, a veces aislados, un sentido de pertenencia y comunidad.

Los incels generan una comunidad para los chavales que interpretan su falta de éxito amoroso como prueba de una conspiración sistémica

Resentimiento sexual: de la inseguridad juvenil al negocio de la objetivación

La victimización masculina se alimenta de las inseguridades propias de jóvenes que se inician en el mundo de la sexualidad, y que tienen la percepción de que son las mujeres las que “eligen” en las relaciones. Algunos de ellos, además, mantienen escaso contacto con chicas de su edad y no comprenden bien sus vivencias y perspectivas. Este distanciamiento responde tanto a la reducción del tamaño familiar –con un incremento significativo de hijos únicos– como a las dinámicas de aislamiento social posteriores a la covid, agudizadas por una sociabilidad mediada digitalmente que propicia máxima exposición pública pero con mínimo contacto físico. Estas son, en parte, las cicatrices de la pandemia que aceleraron algunas tendencias sociales existentes que se inclinan a la individualización. El ocio para los jóvenes se produce cada vez más online, desde casa. No es raro que los datos reflejen un deterioro generalizado de la salud mental juvenil en ambos sexos y más suicidios, sobre todo en los varones.

No hay inquietud humana que no pueda convertirse en negocio, así, las preocupaciones sobre las relaciones en los jóvenes son también un nicho de mercado explotado por los denominados “artistas del ligue”. Uno de sus pioneros es el norteamericano Roosh V quien escribe manuales de autoayuda para hombres heterosexuales que buscan sexo casual. Ha publicado más de una docena de libros electrónicos sobre técnicas de seducción en distintos países, casi como guías de viajes en busca de sexo. Sus escritos explican cómo aplicar técnicas para “manipular” a las mujeres, mientras describe el coito con un lenguaje técnico y deshumanizado: “inserción”, “dominación” y “éxito”.

En España, figuras como Mario Luna o Álvaro Reyes han adoptado estrategias similares y ofrecen cursos y contenidos que reproducen la misma lógica. El primero da consejos de qué hacer cuando una mujer te ignora: “Ataca su punto débil”, “destroza su ego”. Estos influencers transforman las inseguridades juveniles en un recetario mercantilizado de técnicas de seducción que objetifican tanto a hombres como a mujeres, asignándoles valores numéricos –puedes ser un chico 5 con una novia 10 si usas sus técnicas– y presentando las relaciones como transacciones de consumo. Sus métodos incluyen estrategias como “déjala esperando para hacerte deseable”, que reducen las relaciones humanas a fórmulas mecánicas de dominación. Y que, espóiler, cada vez funcionan menos con las jóvenes que han participado de la reciente ola feminista y que están cada vez menos dispuestas a soportar que las traten mal. 

Cuando estos métodos de ligue absurdos fallan –como inevitablemente ocurre– los jóvenes que tienen problemas para encontrar trabajo, amigos y pasan mucho tiempo en Internet pueden encontrar refugio en los grupos de incel (célibes involuntarios). Estos grupos generan una comunidad para los chavales que, con sus ordenadores, aislados en sus habitaciones, interpretan su falta de éxito amoroso como prueba de una conspiración sistémica. Estos incel construyen una cosmología donde las mujeres ocupan una posición de poder –“las que eligen”–, mientras los hombres quedan subordinados. De nuevo aparece aquí una categorización jerárquica que también clasifica a las personas entre “alfas” y “betas” en una lógica competitiva que reproduce los valores del mercado. La ambivalencia aquí es máxima, puesto que acaban reforzando ideológicamente lo que les causa malestar: la jerarquización y clasificación entre gente que vale y no vale según estándares de belleza física y valores de masculinidad trasnochados –la dureza, la moto, los músculos, el dinero…–.

Muchos jóvenes se encuentran atrapados entre las demandas que imponen las “nuevas masculinidades” y las viejas expectativas que persisten

En ocasiones, el espacio incel representa también el dualismo de las extremas derechas. Por un lado, existe esta vinculación entre masculinismo y el individualismo neoliberal a través de sus filósofos de cabecera que identifican el éxito en la vida con la acumulación de riqueza: si tienes dinero, tendrás mujeres. Ideas no tan alejadas del resto de imágenes sociales sobre lo que significa triunfar. Por otro lado, algunos de estos discursos apelan a un supuesto pasado donde las relaciones entre los géneros serían más sencillas, donde las parejas se unían en matrimonio muy jóvenes, mantenían relaciones monógamas y seguían los roles tradicionales de género. Reivindican que en esta construcción ilusoria no existiría tanta presión estética para generar vínculos afectivos.

Las versiones más extremas de las comunidades incel conectan estas visiones con teorías del supremacismo blanco como las del “gran reemplazo”. Ya sabemos: las poblaciones de Occidente están siendo sustituidas mediante hombres de “otras” etnias o religiones, pero aquí aparecen representados como machos hipersexuales reproductivamente superiores que van a borrar los genes blancos. En 2019, esta teoría fue esgrimida como justificación en el asesinato masivo de cincuenta personas en Nueva Zelanda. Una de las alarmas más prominentes es precisamente esta radicalización violenta de algunos inceles que ha terminado en atentados en varios lugares del mundo –Toronto, Inglaterra, Turquía…–. 

Estos atentados pueden considerarse una forma extrema de salir de su aislamiento, de existir, de hacerse oír, de obligar al mundo a escucharles. “Necesitan matar”, decía Pablo Stefanoni, “para ser leídos”. Sin embargo, la mayoría de jóvenes que se sienten interpelados por estas narrativas no serán violentos, porque para que esto suceda deberían concurrir otros factores. “La mayoría tienen historias de aislamiento social y mucha frustración. Muchos han vivido maltrato familiar, acoso escolar, falta de habilidades sociales… incluso trastornos del espectro autista que no han sido tratados”, dice el experto Gabriel Luis Isla Joulain

La gran renuncia: los hombres a su bola

En un momento en el que consumimos también “estilos de vida” y ante las frustraciones del mundo amoroso, emerge otra opción identitaria: la de la renuncia a toda relación. Los “célibes voluntarios” –movimientos como MGTOW (Men Going Their Own Way) o “No Fuckers”– predican el rechazo total a las relaciones con mujeres, incluso en algunos casos, la abstinencia sexual, incluida la masturbación. El nuevo masculinismo se mueve así entre las carreras de espermatozoides –como exhibición de potencia reproductiva, una de las grandes obsesiones de las extremas derechas– y los complejos hoteleros en Bali “solo para hombres” que quieran ponerse fuertes o trabajar sin distracciones femeninas –las únicas que verán según los anuncios son las que están a su servicio, cocinan o les hacen masajes–. De nuevo conviene subrayar que cada subcultura masculinista en internet se articula en torno a un circuito específico de producción y extracción de valor, donde la atención, la producción simbólica y las relaciones afectivas de los usuarios son puestas a trabajar para su monetización en plataformas capitalistas.

En lugar de interpretar el malestar, algunos lo transforman en resentimiento contra las mujeres

Así, estas agrupaciones online ofrecen una explicación aparentemente coherente para las inseguridades sexuales y de género: es culpa de las mujeres, como si un mundo solo de hombres fuese la solución frente a la complejidad y vulnerabilidad que implica establecer relaciones significativas con cualquiera, con independencia de su género. Muchas de las imposiciones de la masculinidad –lo que se les exige para conformar su identidad de género: ser dominantes, firmes, ganar más que las mujeres…–, y aunque esto también está cambiando, chocan con las expectativas de las mujeres que han atravesado la ola feminista. Las mujeres han logrado transformar significativamente lo que significa ser mujer, ampliando sus posibilidades y opciones vitales. En cambio, muchos jóvenes varones se encuentran atrapados entre las demandas que imponen las “nuevas masculinidades” y las viejas expectativas que todavía persisten. De hecho, aún existen muchas chicas que se sienten atraídas por la figura del chico duro con moto. Así, cuando las posibilidades se multiplican, la complejidad aumenta, haciendo que la construcción de su identidad masculina resulte más difícil y, en ocasiones, conduzca a oscuros callejones digitales sin salida.

La masculinidad no es una identidad dada, sino un proceso en constante construcción, atravesado por tensiones entre lo que se supone que debes ser y lo que realmente puedes alcanzar. Nunca se llega (a la feminidad le sucede algo parecido). Esta condición permanente de frustración genera malestares profundos, especialmente entre los jóvenes, que muchas veces carecen de herramientas para procesarlos colectivamente o para nombrarlos políticamente. En lugar de interpretar este malestar como consecuencia de mandatos de género imposibles, de la precariedad vital o el aislamiento emocional, algunos lo transforman en resentimiento contra las mujeres, a quienes culpan de sus insatisfacciones afectivas o sexuales. Esta es la lógica detrás de subculturas digitales como la incel, que convierten la frustración masculina en ideología misógina y organización identitaria. Su peligro radica precisamente en eso: en articular una respuesta política reaccionaria a angustias múltiples. En vez de intentar romper con los mandatos que los oprimen, estos jóvenes refuerzan mecanismos centrales de su propia dominación, como los roles de género patriarcales. Pero esta dominación tradicional es cada vez menos viable: no se dan las condiciones económicas para sostenerla –la inmensa mayoría de las mujeres no dependen de los hombres para su sustento–, y tampoco están dispuestas a aceptarla. Este modelo de hombre dominante se desmorona por sí mismo. Frente a esta realidad, solo quedan dos opciones: abandonar definitivamente los roles de dominación o quedar atrapados en el ciclo destructivo del resentimiento. El feminismo debería acompañar también este proceso de liberación.