
Publicado en ctxt el 27/01/2025
Se abre una nueva etapa en la dirección de la superpotencia que históricamente ha diseñado e impulsado buena parte de los lineamientos internacionales sobre las políticas antidiscriminatorias –sobre todo de género y raza–. Si la primera legislatura trumpista se jugó fundamentalmente en las grandes declaraciones sobre estas cuestiones, en la actual, el presidente que toma demasiados rayos UVA parece haber afilado los resortes del poder y ha comenzado una batalla encarnizada y frontal.
En campaña, Trump ya gastó cinco veces más en propaganda antitrans –del orden de decenas de millones de dólares– que en difundir su programa económico. Estos días, algunas de sus primeras órdenes ejecutivas han ido destinadas a empeorar las condiciones de vida de este colectivo. Por un lado, ha establecido por ley la existencia de lo masculino y lo femenino como “realidad biológica” para “proteger a las mujeres de la ideología de género” –calcando los argumentos del feminismo transexcluyente y sus primos de la internacional antigénero–. La orden ejecutiva –dirigida a las agencias del gobierno federal, no afecta a los estados– elimina las políticas que reconocen la identidad de género, los marcadores de género neutro en los documentos de identidad e impede que las mujeres trans sean encerradas en cárceles de mujeres, o alojadas según su género en otras infraestructuras federales.
Fue el republicano Nixon quien institucionalizó el paradigma antidiscriminatorio como respuesta a las fuertes luchas feministas y por los derechos civiles
Otra de sus órdenes constituye además un manifiesto contra las políticas de discriminación positiva: acaba con los fondos destinados a promover la diversidad de género, raza, etc. en las estructuras del gobierno federal. Como primer paso para cerrar estos programas federales, mandó a su casa –con indemnización– a todos los funcionarios que trabajan en ellos. “Pondré fin a la política gubernamental que trata de imponer socialmente la raza y el género en todos los aspectos de la vida pública y privada. Forjaremos una sociedad ciega al color y basada en el mérito. A partir de hoy, la política oficial del gobierno de Estados Unidos será que solo hay dos géneros, masculino y femenino”, dijo en su primer discurso presidencial.
El género no se decreta, pero lo que el trumpismo se propone es acabar con las políticas conocidas como D.E.I. –Diversidad, Equidad e Inclusión–, que están insertas en buena parte del marco institucional estadounidense y eran mayoritarias en las grandes empresas. En realidad fue el republicano Nixon quien, a principios de la década de 1970, institucionalizó el paradigma antidiscriminatorio como respuesta a las fuertes luchas feministas y por los derechos civiles –leyes contra la discriminación en el ámbito laboral, cuotas laborales para las distintas identidades, etc–. Desde entonces, este paradigma se ha convertido en la columna vertebral de lo que Dylan Riley llama, en la New Left Review, “lógica política” demócrata: el neoliberalismo multicultural –o neoliberalismo progresista–, que en realidad tenía carácter de hegemonía. Aunque contestado, y un fértil terreno para las guerras culturales que han articulado buena parte de la lucha política entre estos partidos, una parte de los republicanos convivía con este programa de la diversidad sin demasiado problema –entre ellos la Administración del propio George W. Bush–. Hoy asistimos a un ataque tan frontal que cabe preguntarse si este consenso americano va a quebrarse definitivamente. El giro conservador mundial es el paisaje de fondo que posibilita volteretas que nunca hubiésemos imaginado.
Políticas de la diversidad para la clase media
Según Riley, este paradigma antidiscriminatorio fue estableciéndose a medida que los elementos más anticapitalistas de los movimientos feministas y por los derechos civiles quedaron marginados. Para muchas autoras formaba parte de una estrategia ideada para neutralizar a una minoría nacional rebelde, ya que creaba una vía de promoción de los miembros de clase media de estos grupos oprimidos dentro de las empresas, buena parte de las instituciones, incluidas las universidades. Como explica Keeanga-Yamahtta Taylor, “al cabo de una generación se había consolidado una nueva élite afroamericana, con una posición mucho más asentada en la política, los negocios, los medios y la enseñanza; mientras, más de dos millones de negros pobres, en su mayoría hombres, languidecían en prisión”.
El gobierno federal construyó así una clase media negra en Washington y otros lugares
El gobierno federal construyó así una clase media negra en Washington, y en otras partes de Estados Unidos, al tiempo que determinadas mujeres conseguían llegar a lo más alto. “La idea central de esta lógica política es la ‘equidad’, es decir, trasladar la diversidad demográfica de la población, en términos de raza y género, a los niveles superiores de la extremadamente desigual sociedad estadounidense”, dice Riley. Aumentar la diversidad según estas políticas era, no obstante, compatible con mantener, e incluso, como sucedió, con aumentar la desigualdad en términos económicos. California es el estado que mejor representa este modelo; gobernada mayoritariamente por demócratas, tiene un índice de desigualdad más alto que México, la tasa de pobreza más alta del país, una crisis de vivienda consolidada y escasos empleos en condiciones fuera del eje tecnológico de Silicon Valley. Hasta hace unas semanas estas empresas eran conocidas por abrazar este modelo de neoliberalismo progresista y sus políticas de diversidad, impulsadas tanto por el clima social como por las regulaciones federales que ahora Trump se propone anular.
Pero los aires de cambio soplan en el Valle del Silicio. Antes de la promulgación de la orden trumpiana contra la diversidad, muchas empresas se alistaron motu proprio en este ejército “antiwoke”, sobre todo, esas tecnológicas que antes la abrazaban. Muchas de ellas –y de otros sectores– están cerrando sus departamentos de diversidad y recortando su apoyo a las organizaciones activistas antirracistas y feministas (e incluso abandonando sus respectivos greenwashing).
Walmart ha hecho público que ya no tendrá en cuenta la composición de raza y género de sus proveedores a la hora de contratarlos. Al mismo tiempo, dejará de formar en equidad racial a su personal. Por su parte, McDonald’s ha eliminado sus cuotas para mujeres y directivos no blancos y ya no pide a sus proveedores que firmen compromisos de diversidad, entre otras medidas. A todo ello hay que sumar el saludo nazi de Musk –cuya mirada parece cada vez más extraviada–, la eliminación de la moderación de contenidos de Meta y otros gestos: el resultado es una derechización o el abandono de las estrategias progresistas de mercado que habían estado utilizando hasta ahora. Parecen defender aquí, simplemente, sus intereses oligárquicos, arrimándose al nuevo poder que quiere arrasar con el “viejo orden woke” y que promete, también, sustanciosas ventajas fiscales y regulatorias para las empresas que se encuadren en su ejército y que, mágicamente, han dejado de pertenecer a las “élites globalistas”.
¿Está muerto el paradigma antidiscriminatorio?
Queda la pregunta de por qué estas empresas no mostraron tanta complacencia con Trump en su primer mandato. Quizás evaluaron que era un personaje pasajero –en esta ocasión los republicanos han barrido en ambas cámaras del Congreso– o no tenían tan claras las ventajas que ahora se les presentan, o quizás vuelvan al redil cuando ganen los demócratas. Lo más desesperanzador, sin duda, sería que hayan interpretado esta victoria como un cambio social duradero y de mayor calado. ¿Está muerto el paradigma antidiscriminatorio? ¿Hay indicios de un agotamiento de esta lógica política demócrata? ¿Se está produciendo una merma en su capacidad de aglutinar coaliciones de votantes cuyos intereses se encuadraban en la defensa de este paradigma?
Las respuestas no son fáciles. Kamala Harris no ha conseguido mantener sus tradicionales apoyos dentro de la clase trabajadora económicamente deprimida y ha perdido votos en todos los segmentos –incluidos el femenino, afroamericano, latino o asiático–. Mientras Trump ha aumentado su apoyo en todos ellos. Sin embargo, la victoria no ha sido tan arrolladora: un 49.80 % votó a Trump, frente a un 48.32 de Harris –apenas 2,3 millones de votos de diferencia en un país de más de 335 millones de habitantes–. A esto se suma que, de los cincuenta estados, los republicanos solo controlan cinco más que los demócratas. Por lo tanto, el cambio de hegemonía no está tan claro.
Cuando no importan los consensos, lo que queda es gobernar apostando por la represión y el control social
Este nuevo clima derechista podría responder a una nueva forma de gobierno que esquiva no solo la posibilidad de generar consensos, sino que apuesta por romperlos para promover bases muy movilizadas y un estilo presidencial confrontativo que funciona como una apisonadora. Cuando no importan los consensos, lo que queda es gobernar apostando por la represión y el control social: una dominación sin hegemonía. Por lo tanto, parece que se impondrá un reforzamiento del autoritarismo en una democracia ya bastante deteriorada.
Neomercantilismo macho-nacional contra la diversidad
¿Qué opone Trump a este neoliberalismo progresista? Su lógica política, según Riley, es la de un “neomercantilismo macho-nacional” –que legitima un reforzamiento de las jerarquías sociales y la violencia social: el corazón de los proyectos de extrema derecha–. Esta propuesta dice apoyar el mantenimiento de los salarios mediante medidas contrarias a la migración y políticas arancelarias, mientras que el neoliberalismo multicultural promueve la equidad en la distribución de los empleos y los ingresos. (Aunque esto no deja de ser algo esquemático, el mismo Riley matiza que sería un error adscribir estas lógicas de forma exacta a cada uno de los dos partidos).
Detrás de estas lógicas políticas, además, no solo hay concepciones sociales diferentes, sino que representan distintos proyectos de redistribución para diferentes sectores sociales. “En los niveles de más poder, ambos partidos están comprometidos con el sector de las finanzas, los seguros y el capital inmobiliario. Por debajo de este estrato, las dos coaliciones son diferentes”, dice Riley. Por un lado, encontramos a distintos sectores empresariales que se inclinan hacia uno o otro partido –por ejemplo, es conocido el apoyo de las petroleras a los republicanos–, aunque estos apoyos pueden moverse, como indica el giro de Silicon Valley.
Respecto de las masas, hay que atender a la estructura ocupacional: un 40% de la población entra en la categoría de profesionales o realiza algún tipo de trabajo de gestión –los más propensos a apoyar políticas de diversidad–, mientras que menos de la cuarta parte del total trabaja en actividades manuales –los más “antiwoke”. Esta delineación demarca distintos intereses y establece una cierta competencia entre estos segmentos por los recursos del Estado –requieren de políticas públicas diferentes–, mientras que se corresponde –aunque no sea de forma absoluta– con el mapa de los apoyos a Trump. Esto se percibe claramente si atendemos a la educación, dice Riley. El Partido Republicano tiene el apoyo de aquellos que carecen de estudios superiores –grosso modo–, mientras que los demócratas muestran enorme ventaja entre los que cuentan con títulos universitarios. De manera que, mientras los sectores educados están más preocupados por la devaluación de sus títulos o de sus posiciones asociadas –y compiten menos con la inmigración por el empleo–, las bases republicanas responden mejor a propuestas que limiten la redistribución únicamente a la población nativa y restrinjan el estatuto de ciudadanía. Un eje de campaña que ha sido fundamental. (Hay que recordar también que Biden conservó muchas de las políticas antiinmigración de Trump y que por ahora Obama es el que más migrantes ha deportado.)
Sin embargo, estas propuestas nacionalistas al problema de la redistribución son equivocadas. Ni la guerra comercial con China –y probablemente con Europa– ni su aparente apuesta neoimperialista van a ofrecer una solución a la crisis actual –que es una crisis capitalista más profunda–. Es poco probable que vaya a volver un mundo de empleos seguros en la industria gracias a los aranceles. Esto es MAGA –Hacer a América grande otra vez–, que en español suena a magia: protección comercial y control fronterizo. La solución para los que ven sus vidas precarizadas no estará en las políticas trumpistas –de las que probablemente solo les lleguen migajas– que, en cambio, recibirán algunas tristes compensaciones simbólicas y de estatus basadas en ser hombre, nacional o blanco –o mujer biológica “verdadera”–, y en la exclusión de otros que estarán peor.
Precisamente, uno de los mecanismos de las nuevas extremas derechas –que tienen en común con el fascismo histórico– es que son capaces de traducir el malestar por las malas condiciones de vida en guerras de raza y género. Apuntar contra las políticas de diversidad va por aquí y no mejorará la cotidianidad de aquellos que votan a Trump, hartos de un modelo, el neoliberalismo progresista, que no tiene nada que ofrecerles. Aunque este, desde luego, no es la solución contra las peores consecuencias del capitalismo en las vidas de las personas y el planeta, los resultados del gobierno ultra pueden ser devastadores para los que queden atrapados en sus batallas contra el género o la raza. Los que pertenecen a movimientos emancipatorios lo tendrán todavía más difícil, puesto que deberán apuntar contra el trumpismo sin defender las lógicas desiguales en términos de clase que impulsa el paradigma antidiscriminatorio, y en ese choque de trenes, sin apenas oxígeno, tendrán que ser capaces de abrir nuevos caminos.